La noche dormía tranquila en la calle Almagro. El cristal cubría su
desnudez con una ligera capa de lluvia, y en la habitación la
televisión proyectaba sus sombras coloridas sobre el cuerpo de Fran.
Como tantas otras noches, había llegado tarde del trabajo, se había
preparado una cena rápida –nada especial, unas croquetas
precocinadas– y se había tumbado en la cama a ver una película.
Como tantas otras noches, igualmente, había sucumbido al sueño en
los quince primeros minutos del filme, de hecho, hacía años que no
veía el final de una película. Cuando abrió un ojo, Natalia
Verbeke había sido suplantada por un hombre corpulento con una barba
perfectamente perfilada que anunciaba unas sartenes capaces de
solucionarte la vida. Fran tanteó la mesilla en busca del mando a
distancia, apagó el infocomercial y se metió bajo las sábanas.
Aunque nadie lo había hecho hasta ahora, si le hubieran preguntado
si era o no feliz no sabría qué responder. Él mismo se lo había
planteado muchas veces. No tenía motivos para la felicidad pero
tampoco tenía queja. Ganaba un buen sueldo, tenía una relación
cordial con su familia, contaba con amigos que le telefoneaban de vez
en cuando... Una vida normal, suponía, tal vez un poco insulsa. Mil
veces se había planteado dejar lo poco que tenía y marcharse lejos.
Nada le retenía. Lo único que le frenaba era ese pequeño ser que
habitaba en su cerebro, quien le impedía hacer la mayoría de las
cosas. Él le había hecho dudar de su compromiso con Laura, también
con Elena y por último con Esther. Le había convencido de que no
era una buena idea montar aquella casita rural en Ávila, y le había
relatado porqué no estaba preparado para la vacante de gerente
comercial. ¿Por qué cambiar las cosas cuando lo que tenemos no es
malo?, le había planteado aquel ser.
Con esas se durmió. Mañana será otro día, se dijo.
El despertador sonó demasiado temprano y con un extraño pitido. Se
levantó un poco desorientado. La cabeza le daba vueltas. El cuerpo
le pesaba enormemente, como si de repente la gravedad hubiese
aumentado en fuerza. Intentó apagar el despertador con su mano
derecha, como hacía a diario, pero topó con un bulto que se movió
al encuentro con el golpe. Fran se quedó paralizado, intentando
discernir en la penumbra del cuarto qué era aquello que se movía.
Pegó un salto de la cama, pero algo aún más extraño pasó: el
suelo estaba demasiado alto, a la altura del colchón, así que
tropezó de una manera absurda y cayó de bruces.
–¿Te encuentras bien, Furan? –Era una voz de mujer,
dulce, con un extraño acento.
Fran se quedó paralizado. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era
aquella mujer que le hablaba?
–Furan, ¿qué te pasa? Anda, vuelve a la cama, duerme unos
minutos más.
–¿Quién eres? -preguntó él muerto de miedo mientras se
recomponía de la caída.
–Como que quién soy! Soy yo, ¿quién si no? –respondió la
desconocida con un tono de ofensa, pero al mismo tiempo alegre.
Fran buscó a tientas el interruptor de la luz pero por mucho que
palpase no lo encontró. En su lugar, metió los dedos en una
hendidura circular que parecía estar hecha en madera, movió la mano
y algo se deslizó hacia un lado, como una especie de panel, tal vez
una puerta secreta. Lo que estaba claro es que aquella no era su
habitación.
–¿Qué haces? –preguntó la mujer.
Intentando huir de aquello, se coló tras el panel en busca de una
salida, pero cayó de rodillas sobre algo mullido. Recorrió las
paredes del pasadizo, echas, como el pomo, también de madera, pero
era un espacio cerrado y estrecho en que se apilaban mantas y otros
tejidos. Palpó un par de abrigos.
«Vale, estoy en un armario», pensó. «Tengo que tranquilizarme y
pensar con claridad».
Se deshizo de las mantas y, a gachas, se escurrió por el suelo de la
habitación. Tocó una especie de cojín tirado en la tarima que
parecía bastante extenso, puede que incluso midiese un par de metros
de largo. Continuó su expedición y dio con una mesita de madera
sobre la que se apoyaba una pequeña pantalla plana. Sin querer,
pulsó el encendido y aparecieron un par de personajes, uno rojo y
otro verde cantando y bailando. El susto que se llevó fue tan grande
que reculó y cayó de espaldas sobre el bulto con voz de mujer. Ésta
emitió un grito de protesta y, quitándose a Fran de encima, se
levantó.
Una luz potente iluminó todo el cuarto. Le costó unos segundos
adaptar sus ojos a la claridad y, poco a poco, las sombras que
discernía se volvieron más nítidas. Junto al vano de la puerta,
con una mano sobre el interruptor, una joven mujer de rasgos
asiáticos le miraba enfadada.
Miró alrededor. Definitivamente, aquella no era su casa. Se
encontraba en un pequeño cuarto de paredes blancas. En él estaban
dispuestos un sofá, también blanco, una mesa de ordenador, una mesa
de café que alguien había colocado junto a a ventana, la mesita que
había palpado con la televisión encendida y, en el centro de la
estancia, un futón extendido. A sus espaldas estaba un profundo
armario lleno de ropa de cama cuya puerta corredera permanecía
abierta. Al otro lado de la habitación, tras la puerta de paneles
que custodiaba la muchacha parecía dibujarse una pequeña cocina.
–¿Dónde estoy? –preguntó Fran.
–¿Cómo que dónde estás? Cariño, me estás empezando a
preocupar...
De repente, todo empezó a balancearse. Notó una fuerte sensación
de mareo que le recordó a los viajes en coche cuando era niño,
cuando obligaba a su padre a detener el coche en el arcén si no
quería que se manchase la tapicería. Cerró los ojos y reprimió
una pequeña nausea.
–Otro temblor... –dijo ella y se escabulló rápidamente debajo
de la mesa del ordenador–. ¡Corre, ven aquí! ¡Furan, date
prisa! ¡Isoide!
Durante unos instantes se quedó indeciso sin saber qué hacer.
Prefería no moverse del sitio por miedo a caerse, pero cuando el
temblor aumentó en intensidad, corrió a reunirse con ella.
–No tengas miedo, pasará pronto. –Su voz sonaba maternal y
sosegada, pero sus ojos rasgados denotaban cierta preocupación.
Finalmente todo se calmó. La casa dejó de moverse, aunque el mareo
persistía en la cabeza y el estómago de Fran. Demasiadas emociones
en un solo momento.
Se miraron mutuamente. Sus cuerpos estaban muy juntos debido a la
estrechez de la mesa. Ella era de una belleza angelical. Su rostro
ovalado era el marco perfecto para unos ojos negros y brillantes, una
nariz chata, unos pómulos redondeados y unos labios carnosos que se
curvaban en una tímida sonrisa. Todo en ella destilaba dulzura.
–¿Estás bien? –preguntó la joven.
–Creo que si... ¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
–El otro día te debiste dar un golpe durante el terremoto...
Descansa, te vendrá bien –dijo mientras una lágrima resbalaba por
su hermosa mejilla–. Llamaré a la redacción para decirles que hoy
no iré a trabajar. Me quedaré contigo. Mi jefe lo entenderá.
–A la redacción... –repitió él pensativo, sin lograr entender
nada–. Pero, ¿dónde estoy?
–Estás en casa... Estás a salvo.
Con mucho cuidado se levantó, salió de debajo de la mesa y se asomó
a la ventana. Lo primero que le llamó la atención fueron los postes
eléctricos y de teléfono que, sin ninguna discreción, recorrían
toda la calle. Los edificios no eran muy altos, dos o tres pisos como
mucho, y con una pequeña separación entre bloque y bloque. Mirando
un poco más abajo vio que, aunque había pocos transeúntes, la
mayoría montaban en bicicleta y le sorprendió descubrir que no
hubiera espacio reservado en la calzada para los aparcamientos.
Pensando en los vehículos cayó en la cuenta de que el único que
había pasado, un coche bastante cuadrado y de pequeñas dimensiones,
lo había hecho circulando por la izquierda. No sólo no estaba en su
casa, sino que no estaba en su país.
–Estamos en Japón, ¿verdad? –Nunca había salido de España, a
excepción de la vez que visitó Gibraltar, pero había visto muchos
documentales y programas de españoles que contaban sus experiencias
en el extranjero. De uno de esos programas recordaba a una chica
morena que cursaba una beca de estudios en el país asiático.
Comparó las imágenes que tenía en la memoria –el piso de la
chica, el barrio donde vivía, la gente que la rodeaba, el peligro de
los terremotos– con la realidad que estaba viviendo en ese instante
y llegó a a conclusión de que no podía tratarse de otro lugar.
Más desconcertado que nunca se volvió hacia la chica, que
permanecía de pie a sus espaldas con rostro de preocupación. Su
cuerpo, de pies a cabeza, era elegante, estilizado, como un tallo de
bambú, y coronaba su cabeza con una larga cabellera color azabache
que incitaba a ser acariciada.
–¿Cómo te llamas?– preguntó Fran algo más sereno.
–Yumiko– respondió ella y la voz sonó algo vibrante,
emocionada.
–¿Cómo he llegado hasta aquí?
–Vives aquí. –Se acercó a él para acariciarle el rostro. Su
mano era suave como la seda–. Escucha, anteayer hubo un terremoto.
A ti te pilló en el tren y tuviste que volver andando hasta casa...
hasta aquí. Parecía que no te había pasado nada, pero es evidente
que no es así, tal vez tengas alguna conmoción. Deberíamos ir a un
hospital.
Él permanecía callado, con su rostro aún entre sus manos,
intentando encajar las piezas del puzzle.
–¿De verdad no recuerdas nada?
–Lo último que recuerdo –comenzó a decir– es que estaba
viendo la tele y me quedé dormido.
–Eso es, estábamos viendo el especial informativo donde hablaban
del peligro de una réplica mayor. Dicen que tenemos que estar
alerta...
–...No –le interrumpió–, estaba viendo Al otro lado de la
cama, pero me quedé dormido.
Luego apagué el televisor, me fui al dormitorio y me he despertado
en la otra punta del mundo... No sé qué ha pasado ni cómo he
llegado aquí. ¡No entiendo nada! Pero necesito volver a mi casa.
Se coló precipitadamente por la
puerta de paneles, atravesó en dos pasos la pequeña cocina, bajó
el escalón que le conducía a la salida, abrió la puerta y se
precipitó escaleras abajo. Sin saber qué hacer ni dónde ir, echó
a correr sin rumbo fijo. Se encontraba en una zona residencial, de
calles estrechas y pacíficas. Los pocos negocios que en ellas se
abrían eran pequeñas tiendas de alimentación que abrían
veinticuatro horas, según indicaban los letreros de sus fachadas
–Open 24 hours–.
La mayoría de los carteles estaban en una grafía que él no
entendía, pero reconoció fácilmente un 7eleven que
le recordó a aquel situado en la calle Arenal donde solía comprar
cerveza cuando tenía 18 años. Viró en unas cuantas esquinas, tomó
una serie de caminos alternativos, pero el paisaje cambió poco. No
sabía qué hacer, ni dónde acudir y la tranquilidad de las calles
no contribuía a aminorar su ansiedad.
Continuó así durante mucho tiempo, hasta que sus piernas empezaron
a sufrir calambres y los pies le ardían de dolor. Paró en seco.
Dejándose caer sobre un poste de madera, intentó recuperar el
aliento y poner en orden sus ideas. Ya no importaba cómo había
aparecido allí, eso ya lo averiguaría con el tiempo, lo que le
preocupaba era cómo iba a volver. No tenia un duro en el bolsillos,
es más, no tenia ni bolsillos, sólo un pantalón de pijama y una
camiseta empapada en sudor. Alicaído, escuchando el pesado eco de su
respiración, se sentó en el suelo y se percató de que no llevaba
ningún tipo de calzado. Tenía los pies en carne viva y el ser
consciente de ello hizo que le doliesen aún más. Se intentó poner
en pié, pero no pudo, así que permaneció allí sentado, patético,
durante largo rato.
Acompañado por el rugido de su estómago, pues no había comido nada
desde las croquetas precocinadas de la noche anterior, intentó
buscar una solución a su desesperada tesitura. ¿Qué posibilidades
tenía? Aunque encontrase una estación, no tenía dinero para
comprar un billete de tren, y mucho menos de avión. Además, no
tenía ningún tipo de documentación y no conocía a nadie que le
pudiera ayudar. A la única que conocía era a aquella mujer...
Yumiko.
–Yumiko... –Su nombre se escapó
de entre sus labios.
Pensó en el extraño encuentro que había tenido con ella y meditó
sobre lo que le había dicho. «...te debiste dar un golpe durante el
terremoto», «¿De verdad no recuerdas nada?», «Estás en casa...
Estás a salvo». ¿Era posible que ella tuviese razón? ¿Sería
verdad que había sufrido una pérdida de memoria debido a una
conmoción? Había leído casos de gente que le había pasado
aquello, pero era difícil creer que le pasase a uno mismo. Desde
luego, por más que se devanase los sesos, era la única explicación
posible. Pero si eso era cierto, ¿qué había pasado con su vida?
¿cuánto tiempo llevaba viviendo en Japón? ¿cómo había
conseguido una chica como Yumiko? Su cabeza no podía parar de dar
vueltas. El dolor y la confusión eran insoportables.
Había perdido la noción del tiempo cuando escuchó el ritmo de unos
pasos que se acercaban. Cerró los ojos e imaginó la esbelta figura
de Yumiko delante de él, acariciando su rostro como lo había hecho
tras el temblor, abrazándole, fundiéndose en un beso con sus labios
carnosos. Abrió los ojos y su visión se desvaneció en un momento.
En frente suya estaba a una pequeña niña vestida de colegiala que
le miraba fijamente Tenía los brazos extendidos hacia él. En la
mano derecha tenía una pequeña bolita de arroz envuelta en plástico
y en la izquierda un par de calcetines sin estrenar. La niña agitó
las manos para insistir en su ofrecimiento aunque manteniendo las
distancias. Cuando Fran se incorporó y cogió los regalos de la
niña, ésta pegó un saltito hacia atrás.
–Gracias –dijo él.
Ella, sin decir una palabra, inclinó la cabeza a modo de reverencia
y marchó corriendo.
Fran desenvolvió y devoró la bolita de arroz, que contenía piñones
dentro. No sabía si por el hambre o por la calidad del alimento en
sí, pero lo cierto es que le supo a gloria y le recompuso al
instante. Acto seguido, se puso los calcetines, se levantó no sin
cierta dificultad, y echó a andar, decidido, dispuesto a regresar
con Yumiko.
Barrió las calles intentando
encontrar su punto de origen, pero todo le parecía igual y el dolor
de cabeza le impedía orientarse. Finalmente, al girar en una
esquina, el azar jugó a su favor y se vio frente a la fachada del
7eleven que había
visto al emprender la carrera. Supo que no estaba lejos de su
objetivo. Con el optimismo incrementado, como si eso le hubiera hecho
abrir los ojos, se encaminó sin vacile al hogar de Yumiko... ¿a su
propio hogar? Subió los peldaños de dos en dos, abrió la puerta y
se adentró hasta el cuarto.
El futón había sido retirado y en su lugar estaba la mesita de
café. Sobre ella rezaba una nota:
«Si llegas a casa antes que yo, llámame, por favor. Estoy muy
preocupada. Si no me localizas, llama a la redacción del periódico
Noticias de Sendai. Te dejo apuntados los números, por si no los
recuerdas».
Junto a la nota había también un teléfono móvil. Empezó a marcar
el primero de los teléfonos cuando otra sacudida, ésta mucho más
fuerte que la primera, hizo temblar los cimientos. La intensidad era
mayor a cada segundo y pronto todos los objetos empezaron a caerse.
Sin soltar el móvil, Fran perdió el equilibrio, cayó al suelo y se
cubrió con ambas manos la cabeza. Cuando recordó que lo aconsejable
era refugiarse bajo la mesa ya era tarde, muy tarde, y el techo se le
vino encima.
Se despertó con un sobresalto, empapado en sudor y con el corazón
tan acelerado que parecía que éste iba a salir disparado del pecho.
No lograba ver nada. Parpadeó repetidas veces, presionó la yema de
los dedos contra sus ojos, pero todo seguía igual de oscuro. Se
sentía completamente desorientado. ¿Qué había sucedido? ¿Dónde
estaba?
Extendió sus brazos hacia la oscuridad y tanteó a ciegas. A su
derecha encontró un mueble cuadrado de madera y, sobre él, lo que
parecía ser un reloj despertador. Le dio la vuelta. Marcaba las
siete y cuarto de la mañana. Fran aún no entendía nada. Junto al
despertador halló un mando a distancia. Por pura inercia pulsó la
primera tecla que encontró y allí, enmarcada en la televisión
apareció ella, hermosísima, informando de la terrible noticia:
–...los últimos datos hablan de
un centenar de víctimas. Mientras tanto, seguimos pendientes de la
situación en la central nuclear de Fukushima, que corre el riesgo de
sufrir un colapso. Informa Yumiko Takahashi desde Tokio.
Sin apartar la vista de las imágenes se levantó como pudo, encendió
la luz y miró a su alrededor. Estaba en su cuarto, en su casa, en la
calle Almagro. Comprendió que todo había sido una pesadilla... o
tal vez un dulce sueño... pero en cualquier caso sabía que ya nada
sería igual De repente supo qué quería hacer con su vida.
Dedicado especialmente a mis buenos amigos Fran y Ale
ResponderEliminarMabelita, muchas gracias por la dedicatoria. ¡El relato me ha encantado! Un besazo ;)
ResponderEliminarMuy bueno Mabel. No diré mucho para no hacer spoiler, pero se me han puesto los pelos de punta. A mi, me ha llegado.
ResponderEliminarSigue así ;)
Eres una crak ..
ResponderEliminarwow, muy muy bueno, enrealidad, escribes de una manera fenomenal! Me encanto
ResponderEliminarMuchas gracias a todos, chicos! He enviado este relato a un concurso literario de Málaga, a ver sí hay suerte!
ResponderEliminarmuy cinematográfico!me gusta! si ilustraras este relato, ¿sería con una foto, un dibujo, una pintura, un grabado, un vñideo?
ResponderEliminar¿y si fuera un cortometraje,¿qué música le pondrías?
Miren
Creo que me lo imagino con dibujos rápidos, esquemáticos, tipo storyboard.
ResponderEliminarRespecto a la música... no sé, no le pondría mucha música, sólo en los momentos puntuales de tensión. En el resto aprovecharía los silencios.
...Pero se admiten sugerencias de todo el mundo! :)